Por: Alejandro Castillejo Cuéllar*
La elección de Gustavo Petro como nuevo presidente de Colombia y la presentación del Informe Final de la Comisión de la Verdad son una puerta que se abre de nuevo para profundizar la paz. El reto no se sitúa sólo en una mayor determinación en la implementación integral de lo acordado en lo que yo llamo el Acuerdo de la Habana-Cartagena-Colón. El asesinato de liderazgos de derechos humanos, firmantes del Acuerdo, líderes de restitución de tierras y sustitución de cultivos de uso ilícito, ambientalistas, líderes de pueblos étnicos y campesinos, y jóvenes de las localidades urbanas, preocupados por el prospecto del porvenir, muestran un panorama más bien oscuro. Los asesinados han sido quienes encarnan el futuro mismo. Colombia es un país de múltiples capas de devastación (https://www.clacso.org/de-ruinas-y-otras-devastaciones-en-colombia-de-la-memoria-en-tiempos-del-virus/).
El reto está sobretodo en materializar una serie de transformaciones sociales (una palabra que como un mantra se ha trivializado) que reviertan en la vida cotidiana de las personas. No sólo en los territorios que fueron y son epicentro de las confrontaciones armadas sino, en general, en un país cifrado por violencias estructurales y sistémicas, cuyo análisis profundo e integrativo la Comisión de la Verdad no realizó. Habrá tiempo para hablar de los vacíos estructurantes de ese relato. El acuerdo trajo consigo el fin de una modalidad de violencia con un actor específico, pero permitió la continuidad de otras. De hecho, el país vive una situación paradójica, perfectamente previsible, que denominé múltiples transicionalidades: como mínimo, un “posconflicto” producto del acuerdo con las FARC (incluyendo las llamadas “disidencias”) y un conflicto armado con el Ejercito de Liberación Nacional, ELN. Eso sin contar el proceso con las Autodefensas Unidas de Colombia que aún no cierra y la explosión de la criminalidad organizada. En un escenario de fracturas y continuidades de violencias, el lenguaje de la transición es por lo menos limitado y sus baluartes discursivos como la reconciliación o el perdón son al menos más complejos.
Cuando se compara con otros escenarios transicionales similares donde diferencia y desigualdad se conectan, un elemento que surge es precisamente la expectativa de “transformación” implícita en lo que llamo la promesa transicional. Trabajé en los townships de Ciudad del Cabo estudiando los efectos que la Truth and Reconciliation Commission había tenido en la vida de viudas y torturados por el apartheid. De la TRC se entendió que parte de esa “promesa” pasa por el reconocimiento del dolor infligido y el dolor sentido. Del dolor social como certificación de una “nueva nación imaginada”. Todo el “evangelio global del perdón y la reconciliación”, para bien o para mal, se fundamenta en esa exposición pública del sufrimiento y en su capacidad restaurativa.
Sin embargo, cuando hablamos de un postconflicto armado, en el que las violencias sistémicas están en el centro de una confrontación, la noción de “transformación” se relaciona con la vida cotidiana de seres humanos concretos, más que con los cambios en la estructura del Estado u otros componentes del guion internacional de peace-building. Es en esa transformación de lo cotidiano en donde las expectativas de las comunidades se asientan: una paz en pequeña escala.
Esto es lo que otros contextos nos enseñan: que las armas se pueden bajar, aunque las violencias sistémicas continúen haciendo de viejas, nuevas violencias. Endosamos el cheque del cambio a proyectos de desarrollo y apropiación de la naturaleza que en el fondo estaban en el centro mismo de las violencias históricas.
Ese es el reto que enfrenta Colombia: cuando el sistema transicional comience a desmantelarse, cuyo primer capítulo fue el fin del mandato de la Comisión de la Verdad, lo que queda son seres humanos comunes y corrientes construyendo mundos posibles. La pregunta es entonces ¿cuáles son los recursos sociales y culturales que comunidades específicas tienen a la mano para imaginar el futuro, cuando la promesa transicional se desvanezca?
Es en ese escenario de proyectos en pequeña escala que permiten a las comunidades resignificar y rehabitar el mundo vivido desde la herida: un acueducto en medio del desierto, el recate de los manglares, ejercicios de memoria en zonas rurales aisladas, proyectos de avistamiento de pájaros en antiguas áreas de confrontación, escuelas agroecológicas, o proyectos de artes colaborativas, entre muchas otras posibilidades. Son las expectativas en ese ámbito de la vida cotidiana que se cierne la posibilidad y la promesa del porvenir. Claro, con las posibilidades de transformación que permite un encuadre estatal, la superación de la violencia histórica (como devastación de cuerpos, de lugares, y de tiempos) es posible.
De lo contrario, no hay nada más difícil para un ser humano o para una sociedad que la promesa incumplida y la decepción que emana de eso. Estaríamos cultivando una verdadera desilusión.
* Comisionado de la Verdad