Por: Diana Sanchez*
Colombia es uno de los países más violentos del mundo. Tiene uno de los conflictos armados más prolongados de la historia reciente, ocupa el primer lugar en homicidios de líderes y lideresas sociales, particularmente de líderes ambientalistas, y las crisis humanitarias no cesan. Según el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), en la actualidad hay seis conflictos armados. Colombia está sobre diagnosticada, no cabe un estudio o investigación más sobre esta problemática.
Los diferentes gobiernos nacionales han ensayado variadas fórmulas y métodos para resolver el conflicto armado y cerrar los diques de la violencia. Desde salidas militaristas, represivas y de guerra sucia, hasta modelos de negociación con grupos guerrilleros y paramilitares. Son seis décadas en este ejercicio de guerra y paz y el problema no desaparece.
Ante una historia tan traumática los constituyentes de 1991 consagraron el Derecho a la Paz en el artículo 22 de la Constitución Política; hecho que tampoco impidió el crecimiento de la guerra como una hiedra. Muchos creen que estamos condenados a ella sin remedio, y la imposibilidad de superar la violencia en Colombia se ha convertido en un paradigma. Sin embargo, al revisar los modelos utilizados para resolver el conflicto armado, es claro que el artículo de la paz no ha sido desarrollado. Sí ha sido utilizado, pero solo de manera instrumental, para darle marco legal a los diálogos que permitieron desmovilizar ejércitos armados ilegales. No ha existido una política integral que convierta el Derecho a la Paz en el determinador del orden social y la convivencia pacífica con alcance estatal.
El tratamiento al conflicto armado y la violencia en Colombia aún es visto a partir de una lectura simplificada del problema que se centra en el asunto de las armas, a pesar de toda su complejidad. Repasando al pensador francés Edgar Morin - padre de la teoría del pensamiento complejo- lo que se ha hecho es tratar el fenómeno bajo los principios de disyunción, reducción y abstracción, esto es, división, estrechez y separación de las partes que alimentan el problema. Los muchos procesos de paz, incluido el de 2016, apenas han interpretado algunos fragmentos de esa realidad o, en otros casos, han impuesto una sola visión del problema.
Los gobiernos han sido renuentes a reconocer que si no se transforman las múltiples causas generadoras del conflicto, éste continúa en tanto se reproduce en cualquiera de sus factores no contemplados. Los esfuerzos se concentran en lograr la desmovilización de los ejércitos, pero no se han contemplado profundos cambios en los territorios en donde se recrean; y cuando se hizo, parcialmente, en el caso del Acuerdo de Paz con las ex FARC el gobierno no cumplió. Los resultados saltan a la vista.
Hasta ahora, el Estado y las élites gobernantes han sido incapaces de concebir la complejidad de la problemática o simplemente no han querido verla, pues exige resolverla en todas sus dimensiones; lo que implica, por ejemplo, modificar los privilegios y exclusiones del orden social establecido. Pero también es cierto que esa simplificación del tratamiento que se debe dar a la conflictividad armada y sus consiguientes violencias, trasciende a los funcionarios públicos, pues anida en algunos intelectuales, académicos, periodistas y políticos. Volviendo a Morin, tratar esta problemática social con la visión reduccionista y unidimensional hasta ahora aplicada puede ser la causa del fracaso.
La propuesta de proyecto de Ley de Paz Total del gobierno nacional, en correspondencia con los anhelos y el mandato del pueblo colombiano, está proyectado desde una estrategia integral que vincula ampliamente la diversidad de actores y busca su sostenibilidad como política global de un Estado enfocado ahora en la justicia social y ambiental, no en la concentración de la riqueza.
Sin embargo, una vez presentada la propuesta en público, para radicarse ante el Congreso de la República, surgieron reacciones críticas limitadas a lo jurídico, a lo legal y al temor de hacerle el juego a los criminales y darles estatus político, caer en la distorsión de la JEP, exigir al cumplimiento estricto de la pena de quienes disintieron del proceso de paz y el peligro de darle cabida al narcotráfico en nuevos procesos de paz, cuando sabido es que uno de los determinadores de la política y la economía en la historia reciente del país es justo el narcotráfico.
Pero pocas voces, distintas a las del gobierno, han salido a identificar las diferentes bondades contempladas en el borrador del Proyecto de Ley, empezando por bajar los índices de violencia en todos los territorios, superar las crisis humanitarias, desestimular la vinculación de jóvenes a los grupos armados irregulares y a la misma fuerza pública; transformar economías ilegales en legales. Sumado a otras acciones de mayor envergadura que vuelvan sistémica la convivencia pacífica para poder generar un nuevo orden social, en equivalencia a una conciencia social mucho más humana.
El Alto Comisionado de Paz, Danilo Rueda, el Senador Iván Cepeda y el mismo presidente, Gustavo Petro, han salido al paso a las críticas defendiendo la apuesta de Paz Total con argumentos novedosos, audaces y hasta temerarios, según piensan algunos; con enfoques diferenciales para las negociaciones, concertaciones, diálogos y procesos de escucha, que se pueden resumir en la frase: “Diálogo no significa negociación, no es momento de cálculos, hay que hacer los máximos esfuerzos para alcanzar la Paz Total”.
Superar la violencia en Colombia, por lo tanto, es un problema altamente complejo que implica abordar problemas locales, regionales, nacionales e internacionales, que se interconectan y retroalimentan de una manera imperceptible para el sentido común. Vale la pena pensar en Morin, nuevamente, cuando plantea que se debe sustituir un paradigma de disyunción, reducción y unidimensionalización por uno de diferenciación y conjunción, que permita distinguir sin desarticular y asociar sin reducir.
También es necesario echar mano de la dialéctica para entender que la historia del conflicto armado y la violencia se ha transformado, para mal desafortunadamente, a través de los años. Eso implica lecturas más agudas y menos esquemáticas, en lo jurídico, económico, social y hasta cultural pero, sobre todo, abiertas, creativas y diversas, para continuar el camino de la resolución política de este engendro histórico, y alcanzar un nuevo determinador del orden social, distinto al de la violencia y el narcotráfico. Es mejor afrontar este complejo problema humano y colombiano, en vez de disolverlo u ocultarlo. Esta es una buena oportunidad.
*Directora de la Asociación MINGA