Por Diana Sanchez*
En Colombia existe el imaginario de pensar en una camioneta blindada para proteger la vida cuando una persona con alguna responsabilidad pública se siente en riesgo, en lugar de imaginar al Estado salvaguardándola de otras maneras; algo similar a cuando alguien siente sed y en lugar de invocar el poder del agua, piensa en una gaseosa. Y no puede ser de otra manera, pues el mismo Estado desde principios del 2000 instituyó los esquemas de seguridad o esquemas duros -camioneta blindada y escoltas-, como el mecanismo predilecto para proteger la integridad física de quienes se encontraban ante la inminencia de una agresión.
Con los años esta fórmula tomó fuerza hasta convertirse en una “cultura” difícil de remover del pensamiento colombiano. Son varias las razones que contribuyeron a consolidar la idea de que sin esquemas duros no es posible sentir seguridad. Una de ellas está relacionada con la facilidad encontrada por los diferentes gobiernos para salirle al paso a la demanda de protección de los defensores de derechos humanos, sindicalistas, periodistas, políticos, líderes de izquierda, víctimas de restitución de tierras, sobrevivientes de la Unión Patriótica y muchos más, permanentemente amenazadas. Bastaba con apropiar recursos para comprar vehículos o contratar firmas particulares para prestar el servicio de protección.
En principio, esta misión estuvo a cargo del Departamento Administrativo de Seguridad, DAS. Sin embargo, después de que este organismo fue liquidado por la criminalidad que en él se incubó durante el gobierno de Uribe Vélez, en 2011 se creó la Unidad Nacional de Protección UNP, durante el mandato de Juan Manuel Santos, con el único propósito de garantizar la protección de las personas vulnerables a la violencia política del país. El entonces Ministro del Interior, Germán Vargas Lleras, fue el responsable de la creación de la UNP y le entregó su administración al partido Cambio Radical.
Desde su génesis la entidad adoleció de muchos problemas estructurales y de manejo. Uno de ellos radicó en que parte de su planta de personal procedía del extinto DAS, sin filtro alguno relacionado con sus hojas de vida, teniendo en cuenta el escándalo de corrupción y criminalidad en que se encontraba la entidad. Igualmente, desde un principio primó un enfoque militarista y policivo en la UNP, desprovisto de un enfoque integral de seguridad humana, lo que se mantiene hasta hoy.
La corrupción y los malos manejos estuvieron a flor de piel desde su nacimiento. Desde entonces, la operación principal relacionada con la provisión de esquemas de protección, armas, chalecos antibalas y mecanismos de comunicación, incluidos los teléfonos celulares para zonas sin señal y los botones de pánico, se tercerizó y se entregó a firmas de seguridad privadas que, en general, pertenecen a ex miembros de la fuerza pública. De esta manera, la protección quedó convertida en un negocio de particulares apalancado en los recursos públicos y con un alcance esencialmente material. La seguridad se naturalizó como un servicio, más que como un derecho que debe ser garantizado por el Estado, y desprovisto de la integralidad que debe tener la protección de los liderazgos. Y su administración fue centralizada en Bogotá, enviando un mensaje equívoco a las autoridades territoriales de que ellas no tenían responsabilidad sobre la materia.
Desde su creación, la UNP ha tenido un presupuesto robusto, producto de dos razones principalmente: de un lado, a la elevada demanda de protección por parte de la población afectada por la violencia; de otro, el carácter de negocio otorgado a su misionalidad, centrada en la contratación de esquemas de seguridad privados. En enero de 2020el director de entonces, Pablo Elías González, aseguró que la entidad gastaba diariamente 2500 millones de pesos en seguridad. Una cifra realmente delirante. En el 2012, primer año de labor de la UNP, su presupuesto sobrepasaba los 240 mil millones de pesos; año tras año fue creciendo exponencialmente, en el 2019 llegó a los 975 mil millones anuales, en el 2020 ascendió a los 938 mil millones y hoy, se acerca al billón 400 mil pesos. Un monto insostenible para cualquier Estado, que además no resuelve el problema de violencia contra los liderazgos sociales y más bien contribuye a su prolongación.
A las dos razones anteriores que han acrecentado el presupuesto de la UNP, se suma una tercera: la demanda, alimentada por la obsesión de cientos de personas quienes consideran que su seguridad física depende de un esquema de protección. Este sentir obedece a diversas causas: hay quienes, genuinamente consideran que su vida corre peligro y que solo si se moviliza en una camioneta blindada o convencional podrán salvarla; pero hay también quienes, aún conscientes de que los riesgos que afectaban su seguridad ya fueron superados, siguen aferrados a las camionetas por comodidad, por facilidad para la movilización y también porque reduce los gastos de transporte personal. Por último, están también quienes, sin haber tenido nunca una amenaza latente, usan los esquemas en razón de su investidura, como congresistas y concejales, por citar dos ejemplos.
El Espectador en su edición dominical del 21 de agosto del año en curso publicó una investigación que da cuenta del presupuesto para otorgar camionetas blindadas de alta gama a Representantes a la Cámara ronda los 78 mil millones de pesos al año. Otra cifra delirante.
Para atender esta heterogeneidad de necesidades, sentires e intereses, la UNP destina de 4.500 vehículos para los esquemas de protección y más de 8 mil escoltas, de los que un 75% está tercerizado y un 25 % es de planta. Entonces, surge la pregunta: ¿qué papel cumplen otras instituciones públicas como la Policía Nacional, las Fuerzas Militares, los servicios de inteligencia, la Fiscalía General, La Procuraduría General y el sistema judicial, que en conjunto con el gobierno nacional deben garantizar la integridad física de los y las ciudadanas?
Pero más allá del desbordante presupuesto destinado a los esquemas de protección y la corrupción tejida alrededor de este rentable negocio, surgen dilemas de otro orden, que es necesario analizar, y que sólo quedarán enunciados por razones de espacio. El primero es la fijación en las camionetas como mito de las garantías de seguridad. Una creencia que no es cien por ciento cierta, ya que habido casos dolorosos como el de la gobernadora indígena Nasa Cristina Bautista, quien fue bajada con sus guardias de la camioneta y asesinada junto a ellos a sangre fría en Toribío; o el de la candidata a la alcaldía de Suárez, Karina García, quien fue incinerada dentro de su camioneta junto con otras cinco personas dentro. Ambos crímenes cometidos por disidencias de FARC en el Cauca, donde no valieron los esquemas blindados.
Con una menor connotación, pero con alguna relevancia, con frecuencia vemos detener el tráfico vehicular, afectando la movilidad, para darle paso a esquemas de protección donde van personajes de mayor importancia o estatus que los ciudadanos de a pie. Su prelación es llegar más rápido a sus destinos a pesar de que, según la Constitución y la ley, todos somos iguales y gozamos de los mismos derechos.
Hasta el momento no conocemos un estudio riguroso que demuestre la bondad de los esquemas de protección para salvar la vida de los protegidos. Sin embargo, sí es posible afirmar que muchas de las personas amenazadas lograron proteger su vida gracias a los cambios de contexto donde los factores de riesgo desaparecieron, antes que por la actuación proteccionista del Estado. Es más, actualmente, buena parte de las personas amenazadas tiene el riesgo localizado en su lugar de acción política y social, esto es, que si se traslada de ciudad o departamento, coyuntural o definitivamente, el riesgo desaparece, por tanto, el esquema de protección pierde su sentido.
En un enfoque de derechos humanos, las garantías para la defensa de la vida de los ciudadanos por parte del Estado van mucho más allá de un esquema de protección. Pero no será nada fácil salir de esta fórmula facilista construida por el Estado colombiano que sustituyó otras posibilidades. Además, tiene, sin duda bastantes seguidores. Debate espinoso de abordar, pero necesario para construir un país donde la vida dependa de las libertades constitucionales y no de un vehículo automotor.
*Directora Asociación MINGA