Por Diana Sanchez
Por primera vez en la historia de Colombia un presidente decide hacer una revisión rigurosa y sin temores de las hojas de vida de oficiales de las fuerzas militares y de la policía, para nombrar la cúpula que le acompañará los cuatro años de gobierno. Algunos análisis de prensa consideran que la decisión presidencial sacrificó muchos generales con la finalidad de poder nombrar a la mayor general Yackeline Navarro, como subdirectora de la Policía; sin embargo, otras fuentes ven ese resultado como el producto de un minucioso escrutinio realizado por el Presidente y su Ministro de Defensa, en el cual, la mayoría de los altos oficiales aparecieron con investigaciones por violaciones a los derechos humanos, corrupción, abuso del poder y un largo etcétera, que impidió sus nombramientos.
Se trata de la “purga” más drástica en la historia de la Policía para escoger su comandancia, pues de 33 generales existentes, 21 tuvieron que calificar servicios, también salieron 12 mayores generales y 7 brigadieres generales. 10 generales del ejército calificaron servicios, de la Armada y la Fuerza Aérea fueron menos. Lo sorprendente del hecho es la decisión presidencial, pues del dudoso comportamiento de los oficiales se sabe de años atrás. En el ascenso de 46 oficiales realizado por la Comisión Segunda en diciembre de 2020, tres oficiales estaban cuestionados por tener investigaciones relacionadas con ejecuciones extrajudiciales y actos de corrupción, pero, aun así, fueron ascendidos.
De esta manera, el Presidente Petro y el Ministro de Defensa Iván Velásquez, empiezan a aplicar la nueva doctrina de la Seguridad Humana enfocada en los Derechos Humanos, que permitirá exigir a los militares resultados por el cuidado y protección de las personas, lo que implica la prevención de masacres y homicidio de líderes y lideresas sociales, de firmantes de paz; y en general, la reducción de todos los índices de violencia que hoy soporta la sociedad. En consecuencia, cambian los indicadores con los cuales se calificarán a los cuerpos de seguridad del Estado, ya no será por bajas sino por mejoría en las condiciones de vida de las comunidades. Este paso es trascendental e histórico, y sin duda los resultados se verán prontamente.
Los críticos del gobierno ven un peligro en esta política, pues consideran que las instituciones de seguridad y defensa quedan debilitadas. Sin embargo, esta lectura es equivocada, pues no es la medida tomada por el actual presidente la responsable de la debilidad institucional, sino los niveles de descomposición ética de los oficiales, guiados por una doctrina de seguridad nacional orientada a confrontar el “enemigo interno”, cuya noción fue extendida a toda forma de oposición a las políticas gubernamentales.
Durante décadas, el movimiento de derechos humanos colombiano ha exigido las reformas estructurales y la depuración de las fuerzas militares y de policía, sin ser escuchado por el Estado. Desde siempre se ha denunciado la impunidad reinante alrededor de la institución, pues tanto la Justicia Penal Militar como la Ordinaria han encubierto por diferentes mecanismos los crímenes y demás actos dolosos del servicio. Es el caso de las ejecuciones extrajudiciales, donde los oficiales no fueron investigados y sólo ahora la Jurisdicción Especial para la Paz ha logrado avanzar en las investigaciones y las respectivas acusaciones.
Pero los delitos de militares y policías no se circunscriben únicamente a los 6.402 jóvenes sacrificados que mostraron como guerrilleros muertos en combate. La lista es bastante larga, basta con repasar la triste historia de las desapariciones forzadas en el país y encontrar allí la huella de los agentes estatales comprometidos directa o indirectamente con esta dolorosa práctica de guerra sucia, pero que continúa en la más completa impunidad, como las ejecuciones extrajudiciales de miles de militantes de izquierda, sindicalistas y líderes sociales o el sacrificio de los integrantes de la Unión Patriótica, genocidio cometido con la complicidad de los servicios de seguridad del Estado.
Pero la corrupción de las fuerzas militares no se limitan a la persecución de la oposición política, también son fuertes las alianzas con grupos criminales y contrabandistas de toda la cadena productiva del narcotráfico, donde controlan desde los territorios de cultivo la coca y la marihuana, los corredores estratégicos por donde entran y salen insumos, el producto procesado, las estaciones de gasolina de zonas rurales, los puestos de control de las carreteras, los puertos marítimos, aeropuertos y zonas de frontera.
En la ruta de la nueva política de seguridad habrá resultados importantes para bajar los índices de violencia de Colombia, en lo cual está empeñado el nuevo gobierno. Sin duda, las fuerzas militares y de policía son dínamos en el mantenimiento de la conflictividad armada y los altos niveles de violencia en los territorios. Por ello, es necesario investigar y remover las cúpulas de las unidades territoriales, donde la corrupción es incalculable. Adicional, resulta imperativo investigar otros estamentos del nivel gubernamental y estatal como: fiscales y agentes de aduanas, que igualmente alimentan la dinámica del narcotráfico, y está claro que se trata del fenómeno de mayor incidencia en la violencia del país.
Lo saludable de esta política inicial es que en adelante los ascensos y reconocimientos de los miembros de la fuerza pública y de policía no se medirán en litros de sangre, sino en la garantía de que no hayan masacres, desplazamientos forzados, desapariciones forzadas, homicidios de líderes y lideresas sociales, ni de firmantes de paz; los ascensos deberán responder al cuido de la ciudadanía o comunidades. Si esta política se mantiene y no da un paso atrás, empezaremos a ver un horizonte más democrático, en paz y digno para el país.
Diana Sánchez
Directora
Asociación MINGA