Por: Dumar A. Jaramillo-Hernández*
A manera introductoria, recientemente se celebró el homenaje internacional al dr. Carlos J. Finlay, médico cubano que sentó los preceptos de la teoría metaxénica que explica cómo los vectores dípteros hematófagos (mosquitos) hacen parte esencial del ciclo de transmisión del letal virus de la fiebre amarilla. Sus aportes a la ciencia le permitieron estar siete veces nominado al premio Nobel de Medicina y Fisiología. Hoy en día, esa enfermedad, la fiebre amarilla, que dio fuertes golpes a la población rural de los países intertropicales, parece diezmada gracias a la vacuna que desde hace un poco más de diez años genera con una sola dosis inmunidad protectora vitalicia.
Pero ese escenario de bases de la medicina preventiva sustentada en el uso de vacunas para el control de enfermedades infecciosas es bastante pequeño en comparación con las múltiples enfermedades que año a año emergen o reemergen. Enfermedades que, gracias al olvido estatal de la población rural, a factores bióticos y abióticos asociados al cambio climático, a la idiosincrasia latinoamericana (especialmente la política), entre otros, se han aferrado de forma aguda y fuerte a la población rural. En esta columna de opinión trataré de desglosar brevemente una de las posibles causas de esta situación sanitaria rural.
Las Naciones Unidas (UN) declararon al 2014 como el “Año Internacional de la Agricultura Familiar”, tratando de sembrar la necesidad de observación y acción por parte de los estados, donde se reconociera la importancia de la agricultura familiar en la reducción de la pobreza y la mejora de la seguridad alimentaria mundial. Aun así, año a año la brecha de diferencia económica entre la población rural y urbana es abismal. De acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), el 93% de la población extremadamente pobre se concentra en países y regiones medioambientalmente frágiles o en situación de crisis prolongada (tal cual ocurre en las zonas rurales de nuestro país); y las personas extremadamente pobres están tres veces más desnutridas que las que viven en otros contextos. Ahora, es importante aclarar que la población rural representa el 48% de la población mundial, aun siendo una menor proporción, esta misma población rural engloba el 80% de las personas extremadamente pobres del mundo. Es decir, no solamente en Colombia producir alimentos en la ruralidad es una condena económica a la pobreza.
En Colombia, la Comisión Económica para América Latina (Cepal) calculó que la pobreza rural fue de 46,3% para el año 2020, el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE) confirmó que alrededor de 4,74 millones de personas que viven en la ruralidad vivieron en condiciones de pobreza durante el pico más importante de la pandemia por COVID-19. Aun cuando la agricultura familiar provee más del 80% de los alimentos que llevamos a nuestra mesa, estas cifras de desigualdad social y económicas demuestran la precariedad de las políticas estatales para salvaguardar la seguridad alimentaria del país.
En ese mismo camino, el DANE recientemente efectuó la “Encuesta de Calidad de Vida del 2021”, donde el 70% de las personas rurales tienen una percepción de pobreza y alta tasa deserción escolar. Y no es para extrañarse, el acceso a internet en zonas rurales de nuestro país escasamente llega al 28% (en zonas urbanas puede estar en el 70%). Eso significó que, en situación de confinamiento por pandemia, se generarán altas complicaciones de continuidad de educación básica y secundaria a los niños y jóvenes de las zonas rurales. Y recordando las necesidades de formación académica para mejorar ingresos económicos, se establecen los precarios ciclos de pobreza.
Esta situación con la población rural, que se consolida pérfidamente en el tiempo, entiendo la conocemos todos; ahora podemos acrecentar y conocer que las enfermedades en las personas dedicadas a la transformación del agroecosistema para producir nuestros alimentos son subestimadas, especialmente por la falta de normatividad laboral rural y por supuesto, las precarias condiciones de los establecimientos que prestan servicios de salud en nuestras zonas rurales (si estamos comentando que todo en la ruralidad relacionado en la gestión de enfermedades tiene mayor desidia en referencia al manejo en condiciones urbanas, comparemos cómo se prestan los servicios de salud en hospitales públicos de las grandes ciudades del país, ¿Escalofriante no?). Y si lográramos entender el concepto de transición epidemiológica, donde múltiples enfermedades asociadas a estilo de vida -anti vida- (ej., tabaquismo, la alimentación malsana, la inactividad física, entre otros) en pocos años consolidan aún más la crisis sanitaria de la esencia poblacional rural, de seguro prenderíamos las alarmas más fuertes de nuestro país para velar por la seguridad y salud pública de los pobladores que con sus manos día a día nutren nuestros hogares.
Con todo este contexto que determina a la población rural en altas posibilidades de padecimiento de enfermedades crónicas asociadas a desnutrición, riesgo de infecciones por agentes transmitidos por agua (a la fecha sin acceso a agua potable dado que el “Plan Nacional de Abastecimiento de Agua Potable y Saneamiento Básico Rural” comenzó en el año 2021 y tiene tiempos de ejecución hasta el año 2031, ¡Imagínense!), acelerada emergencia y reemergencia de nuevas enfermedades trasmitidas desde animales silvestres o domésticos, consecuencia del Cambio climático (ej., aumento de la temperatura ambiental que permite la adaptación de vectores -insectos- a otros pisos térmicos y la diseminación de enfermedades), entre otros; encierra a esta población, como individuos altamente propensos a sufrir los mayores impactos de las enfermedades que en un futuro tendremos en el mundo. Sumemos que las parasitosis internas crónicas (ej., los parásitos trasmitidos por el suelo - geohelmintiasis) alteran -para mal- la respuesta inmunitaria a las vacunas (no se generan anticuerpos protectores), así que, con desnutrición, parasitosis crónica, y nuevas enfermedades emergiendo, incluso la posibilidad de vacunación para la población rural no vislumbra un futuro control de estas.
Como siempre expresó en mis columnas las posibilidades de solución a esta problemática las conocemos de antemano: “impulsar las políticas sociales, fomentar la coherencia entre la agricultura y la protección social, fortalecer la capacidad de las organizaciones de productores y las instituciones rurales y aumentar la inversión en infraestructura, investigación y servicios rurales a fin de crear nuevas oportunidades de generación de ingresos en sectores no agrícolas para la población rural pobre.” De nuevo (y sin deseo de atiborrar al nuevo gobierno en Colombia) es altamente necesario el cambio de la perspectiva estatal de la situación del campo, estamos en emergencia sanitaria histórica en las zonas rurales de nuestro país.
*Prof. MVZ. Esp. MSc. PhD.