Por: Dumar A. Jaramillo-Hernández- Prof. MVZ. Esp. MSc. PhD.
“La vida es un bucle recursivo de energía endosomática a partir de energía solar.” La maravillosa definición de vida propuesta por el profesor Stephen Hawking en su libro El universo en una cáscara de nuez abre las puertas de esta primera columna dedicada al tema que nos reunió obligatoriamente con nosotros mismos durante más de 2 años: la pandemia por el COVID-19.
Importante entender, a partir de la definición de Hawking, que como país integrante de la zona intertropical nos encontramos frente a la mayor diversidad genética; dado que entre los 26 grados latitud sur e igual al norte del globo terráqueo se concentra el 75 por ciento de los rayos solares que, en acción sinérgica con los niveles de precipitación anual, crean las prosperas zonas de vida de Holdridge. En zonas como la nuestra, la abundancia en especies vegetales, animales, y por supuesto microorganismos (virus, bacterias, hongos, levaduras…), brindan las condiciones propicias para que a partir de las intervenciones de la modernidad humana se generen cambios drásticos en estos ecosistemas altamente conservados, permitiendo así el salto entre interfaces de agentes infecciosos con capacidad de generar enfermedades.
Permítanme explicarles: recientemente hemos podido acceder a datos sobre los procesos de transformación de la cubierta del suelo en varios ecosistemas que son columna vertebral de la resiliencia mundial, y gracias a ello hoy sabemos que el 15 por ciento de los bosques del Amazonas se han deforestado, siendo este ecosistema responsable de captar más de 100 billones de toneladas de carbono ( equivalentes a 10 años de la emisión mundial de carbono) y proveer el 20 por ciento del agua fresca del mundo.
Este efecto de destrucción, que llamamos efecto antrópico, genera una presión de selección genética en las especies que habitan estos ecosistemas. Para el caso de agentes infecciosos que están estables enzoóticamente (es decir, cuando la enfermedad se presenta en menos del 10 por ciento de los individuos infectados), esta presión de selección induce cambios mutacionales para expandir su capacidad de diseminación-infección entre sus hospederos habituales y dar saltos entre interfaces (por ejemplo, entre animales de diferentes especies o entre humanos y animales). Es así como animales silvestres, animales domésticos (hasta sinantrópicos) y humanos están estrechamente relacionados en un mundo globalizado.
A medida que los efectos antrópicos se consolidan y se consagra mayor destrucción de ecosistemas, mayores cargas de presión de selección permiten que aparezcan nuevas enfermedades en los animales domésticos que son el sustento de la producción de proteína de origen animal (por ejemplo el huevo). Por supuesto, esto redunda en mayores consecuencias negativas en salud poblacional sobre nuestras sociedades con frágiles sistemas de salud.
Es decir, nuestros efectos sobre los ecosistemas como sociedad altamente consumista determinan nuestra propia condena a la aparición de futuras pandemias. Estas no solo afectan nuestra salud de forma directa por enfermedad, sino que también se convierten en un grave riesgo de la seguridad y soberanía alimentaria al enfermar y diezmar la producción animal que sostiene la producción de alimentos que llevamos a nuestra mesa.
Lo datos sobre las dinámicas de saltos de nuevos agentes infecciosos entre interfaces son bastante claros hoy en día: cerca del 60 por ciento de las infecciones en los humanos son de origen animal, el 75 por ciento de las enfermedades animales emergentes pueden transmitirse a los humanos (denominadas zoonosis), cada ocho meses surge una enfermedad emergente y la humanidad depende de la agricultura y la ganadería para su alimentación. Sin embargo, más del 20 por ciento de las pérdidas actuales de producción animal están ligadas a las enfermedades de los animales.
A sabiendas de estos procesos de interdependencia entre nuestras acciones y sus consecuencias sociales, económicas, medioambientales y demás consideraciones que sostienen la vida, el Estado colombiano tenía una gran deuda con las regiones y sus laboratorios frente a desarrollos técnico/científicos que permitan monitorear el comportamiento de estos agentes infecciosos con alta capacidad de hacer ese salto de interfaz y promover nuevas enfermedades. Con la llegada la pandemia por SARS-CoV-2 (virus que ocasiona la enfermedad COVID-19) se evidenció este gran atraso, y a través de una convocatoria a quema ropa denominada “Convocatoria del fondo de CTeI del SGR para el fortalecimiento de laboratorios regionales con capacidad de prestar servicios científicos y tecnológicos para atender problemáticas asociadas con agentes biológicos de alto riesgo para la salud humana”, originada en el año 2020 desde el nuevo Ministerio de Ciencia de nuestro país, se saldó la deuda de cinco a diez años en inversión asociada a la vigilancia epidemiológica de estos nuevos agentes infecciosos (que seguramente serán los responsables de nuevas pandemias en un futuro). Varios investigadores del país nos sumamos a presentar macro-proyectos (por ejemplo, para la adecuación y dotación de laboratorios por más de 3.000 millones de pesos) y algunos estamos aún en proceso de ejecución de estos recursos, los cuales permitirán tener unidades de investigación de punta en las regiones que permitan hacer una verdadera vigilancia en salud pública.
Pero recordemos, una cosa es armar la casa y amoblarla, otra muy diferente es ponerla a funcionar y mantenerla en el tiempo. Eso quiere decir que estos laboratorios de punta podrán estar listos en la brevedad de unos meses, algunos pocos ya están listos —claro, ya han pasado dos años desde que se presentaron los proyectos y fueron aprobados, estando el país en estado de emergencia por la pandemia, es decir, cuando el sentido paquidérmico estatal debería haber ejecutado esos recursos prontamente brindando así un mejor servicios de diagnóstico en plena pandemia, asunto que todos sabemos hoy en día que no fue así, ganó la paquidermia—. Pero, ¿qué ocurrirá con estos altos grados de inversión estatal en laboratorios de diagnóstico de enfermedades infecciosas de alto impacto para la salud pública? ¿Existirán en los planes de gobierno municipal, departamental o nacional recursos para su funcionamiento y mantenimiento en el tiempo? Y lo más improbable, ¿desde el Instituto Nacional de Salud se tienen identificados estos laboratorios y en común acuerdo se han estructurado los planes de vigilancia epidemiológica que se necesitan en cada región?
Tenemos la riqueza de la biodiversidad y también somos grandes devastadores de los ecosistemas que poseemos, combinación perfecta para nuevas enfermedades. Ahora necesitamos de forma oportuna y organizada que nuestro sistema de vigilancia en salud pública se consolide. Ya se hizo una primera inversión estatal, ahora tratemos de ser ejemplo de región para consolidar grupos de trabajo en pro de la investigación sobre agentes infecciosos con alta capacidad de impacto en la salud pública, brindando así las bases de planes de gestión del riesgo de nuevas pandemias donde la prevención sea el pilar fundamental del actuar estatal.