Por: Estefanía Ciro
Al país le dijeron en los acuerdos de La Habana que el modelo de desarrollo no se discutía. Lejos de ser cierto, una de las aristas de esta estrecha relación conflicto armado y economía se recoge en el anexo “Guerra en las Drogas” de la Comisión de la Verdad, donde se argumenta que nuestra violencia fue una guerra de muchas caras contra la juventud, empobrecida y desclasada en el campo y la ciudad.
Cuando conocí a Ana, ella se sorprendió por la semilla de arazá del dulce que llevé para repartir en un evento en Cali. En esa ciudad no es común esta fruta amazónica, ella se entusiasmó y me respondió que una de las cosas que le dejó su experiencia en las protestas en Cali fue dedicarse a recuperar todas las semillas que encontraba y empezar a cultivarlas. Ana es una estudiante universitaria, extrovertida y brillante que me enseñó que parte de las movilizaciones se jugaron y se ganaron en las calles, en la olla, donde se formó la juventud durante esos días.
La juventud es objeto de estudio, intervención y disputa. Lo que la sociedad considera qué es “la juventud” dice más sobre la sociedad que sobre los mismos jóvenes. La nuestra los ha emboscado indiscriminadamente en las trampas del empobrecimiento, la estigmatización y el reclutamiento, son la mano de obra de nuestra violencia, y “la guerra contra las drogas”, y adicionalmente son perseguidos por ser usuarios de drogas.
Funcionarios, académicos y líderes juveniles en Medellín nos enseñan. El trabajo de la Secretaría de la Juventud en esta ciudad le apuesta a fortalecer las múltiples formas de resistencia a la violencia del Estado y de la mafia —usualmente la misma guerra— que se ha expresado en la persecución indiscriminada al consumo de drogas. Investigadores como el profesor Adrián Restrepo de la Universidad de Antioquia y Kenny Pérez Orozco —agudo activista cannábico— se plantan desde diversas orillas a recordarle a la ciudad que hay otras formas de ser joven y de ser Estado, y de la existencia de otras formas de convivir con los consumos, sin la violación estatal y mafiosa.
La conexión entre el conflicto armado y el modelo económico es que no a toda la juventud le ocurre lo mismo; solo está a la empobrecida y racializada. Como dice Gonzalo Saraví (1), la juventud es una transición y una experiencia, es el momento en el que se define el camino de la casa al trabajo, de la escuela al mercado laboral, la conformación familiar y la formación educativa. La nuestra se juega en la guerra marcada por las maneras en que se acumulan desventajas, sin empleo, sin educación, sin apoyo familiar, desechados por el Estado y bajo las condiciones de exclusión del mercado. En este periodo se constituyen formas de integración excluyente en términos de Cristina Bayón (2) ciudadanías de primera, segunda y tercera clase con un Estado siempre presente, displicente y negociante, distribuidor de privilegios y de desprotección.
Así, la guerra contra la juventud es contra un tipo particular de jóvenes. En sus experiencias de vida se juegan las lógicas de distribución desigual de ingresos, de producción excluyente de rentas y derechos, y de formas estigmatizantes de lo que se puede considerar la distinción. En el anexo de la Comisión se habla del estigma del consumidor de drogas, del papel de los actores armados regulando las juventudes con las reglas sobre el consumo, de los anzuelos de éste en el reclutamiento, de las drogas en los jóvenes como formas de escapar de mundos traumáticos y de cómo la guerra contra las drogas la libraron jóvenes en el ejército y la policía consumiendo las drogas que perseguían en las calles, parques, veredas y carreteras. Más allá del análisis del consumo urbano y de las clases sociales favorecidas - que estamos más expuestos a escuchar en los medios-, este anexo trae al país un análisis del consumo de los jóvenes en la guerra, que están en medio de las condiciones más excluyentes y violentas del mercado, de la sociedad y del Estado. Sobre ellos, la regulación no da respuestas aún.
En este momento de discusión sobre la regulación de los mercados de cannabis en Colombia, se hace central tener en cuenta las voces de las juventudes empobrecidas del campo y la ciudad en la letra menuda de la ley sobre producción, ganancias, licencias y el uso de los impuestos que se están definiendo para este mercado. La prioridad no debe estar en crear otro mercado para el gran capital sino en domesticar uno para disputar la exclusión económica, es un imperativo para reparar el rumbo de una sociedad que le debe todo a su juventud sacrificada. Nos quieren hacer pensar que esto se resuelve repartiendo licencias en el Consejo Nacional de Estupefacientes o haciendo Conferencias Internacionales sobre drogas pero no, esto se resuelve disputando las lógicas de distribución, producción y distinción del mercado de cannabis que está naciendo y que como nos muestra la experiencia de la legalización del cannabis medicinal, solo quiere favorecer a unos pocos.
Dos son los caminos: por un lado, la paz total debe tener un transversal de reparación a la juventud, como aún no lo ha logrado construir satisfactoriamente la JEP que a fuerza de crear culpables de la guerra, no ha sido capaz de hacer una crítica al modelo económico de nuestro país y a las fuerzas que hostigan, maltratan y estigmatizan a las juventudes. Esto ha ocurrido con el análisis del reclutamiento que se entiende como un fenómeno principalmente de decisiones de jerarcas de la guerra y ha sido incapaz de juzgar y demandar el cambio de un contexto económico violento, excluyente y empobrecido en los que crecen la mayor parte de los jóvenes. No ha sido capaz de descifrar la guerra contra la juventud.
En segundo lugar, una de las grandes implicaciones de la “guerra contra las drogas” es el esfuerzo constante desde el poder por despojar la voz política de la juventud. Es necesario politizar en todo el país la lucha por el consumo de drogas, extender la experiencia de Medellín y organizarnos como colectivos de resistencia en un escenario en el que la legalización del cannabis pone en nuevos escenarios de disputas la lucha por el consumo, entre el gran capital y la soberanía nacional en la producción y consumo de los usuarios, una disputa por sus rentas y las experiencias.
Ana en Cali nos lo enseñó de forma magistral: en las protestas, parte de la juventud movilizada venía de las ollas de consumo de drogas. La olla comunal en la calle fue lo único que por esos maravillosos días logró robarle estos jóvenes al desinterés político y les incubó conciencia política, voz y la fuerza para disputar su presente en esas calles. Un plato diario de comida fue la soberanía política con la que se plantaron para enfrentarse tú a tú con un mercado, una sociedad y un Estado violentos y estigmatizadores. Después de su lucha, muchos volvieron a las ollas del microtráfico. La paz total es ir de esa olla a nuestra olla, la de la organización y la solidaridad, o mejor aún, lograr politizar todas las ollas, donde resulte la producción justa de sustancias y alimentos, el intercambio seguro y un consumo soberano, que reduzca los riesgos y termine en un mercado empoderado y popular de sustancias y alimentos para el espíritu y para el cuerpo. Eso es una revolución.
- Investigador CIESAS- México
- Investigadora ISS-UNAM, México.