*Estefania Ciro
El Plan Colombia aplicó la estrategia de quitarle el agua al pez y en la Amazonía colombiana esto significó el repunte de una operación contra las organizaciones campesinas, basada en su cooptación y su manipulación y en la destrucción del tejido social que les daba legitimidad.
Esta batalla por las Juntas de Acción Comunal (JAC) fue una pelea, menos divulgada en medios de comunicación, pero eficaz a la hora destruir los hilos de la fortaleza comunitaria, estigmatizándolos de guerrilleros, de los cuales dependía la soberanía y autoridad de los pobladores sobre las veredas y las decisiones sobre el ordenamiento comunitario territorial.
Los relatos de campesinos en el Caquetá nos recuerdan cómo tenían que hacer asambleas de JAC escondidos para que la fuerza pública no los atacara. Estas veredas fueron inundadas de “ayudas” como familias guardabosques, familias en acción, programas de sustitución y una infinidad de otras transferencias condicionadas, que en muchos casos salía más caro recibirlas que aprovecharlas.
En La Macarena, epicentro del Plan Consolidación, la compra de lealtades y la red de informantes que se extendió por varios municipios alteró profundamente la convivencia comunitaria, provocando una guerra entre vecinos. En los años finales de esa estrategia es recordado el momento en el que el general a cargo se paró en tarima durante el reinado en uno de los pueblos y le gritó a todo el coliseo “Ajuá” y los participantes respondieron al unísono un entonado “Ajuá”.
Al final del Plan Colombia, el tejido comunitario y organizativo fue críticamente afectado. El inicio de las negociaciones con las FARC-EP coincidió con la creación de grandes plataformas nacionales que aglutinaron políticamente ciertos sectores y que de una u otra forma, empezaron a incidir en las dinámicas organizativas regionales. En varios departamentos de la Amazonía se crearon coordinadoras departamentales buscando reorganizar escenarios de incidencia de las organizaciones campesinas y sociales pero estas se convirtieron en cascarones que nunca lograron dinamizar y proteger el espacio organizativo de las juntas de acción comunal.
Lo que sí surgió fue una serie de “líderes” que se conectaron con distintas oficinas en Bogotá pero se desconectaron de sus regiones. En la capital fueron de oficina en oficina representando fantasmas, unos tigres de papel. Por supuesto muchos crecieron de luchas previas y de trayectorias comunitarias, pero en el marco de transición del Acuerdo de Paz y su implementación dejaron de representar los intereses de las bases campesinas. En particular, el incumplimiento de los acuerdos de sustitución y la desconexión de los partidos que debían asumir su representación con estas bases desembocaron en un rompimiento de las familias campesinas cocaleras con los liderazgos tradicionales, por lo menos con aquellos con los que interlocutaba Bogotá. Las consecuencias en la Amazonía de este quiebre fue que solo conozco una organización - y no es de las que salen en medios ni se articulan con las organizaciones capitalinas- que puede organizar una marcha, el resto solo emiten comunicados hechos por dos o tres personas.
En la tarea de “salvar la Amazonia” no es menos crítico el escenario, y la acción de Bogotá ha sido igual o peor de dañina. Para nadie es un secreto que, para cada político, académico, líder en la capital u organización ambiental en la capital del país le es redituable decir que tiene contactos o conoce la realidad de “los territorios”; este es un capital que vende y lo sitúa en privilegio. Un viaje de fin de semana y una foto en Facebook les abre las puertas del selecto grupo de quien conoce qué pasa en “la Colombia olvidada”, la “Colombia profunda” y lo introduce de inmediato en el mercado del “analista del conflicto”, el dateado. La equivocación es que convierten a sus informantes en “líderes”, los pasean en las oficinas en Bogotá y les dan una voz que ni las comunidades, ni las asambleas, ni las bases campesinas les han otorgado.
20 años de un Estado plancolombianizado que ha priorizado la doctrina cívico militar y de presencia intensa de la cooperación internacional, han dejado quiebres hasta ahora irreparables en el tejido organizativo regional. Los académicos le llaman a esta presencia administración por delegación, es decir, un Estado que reparte sus tareas a otros, antes fue a la Iglesia para que educara a “esos incivilizados”, ahora es a la cooperación internacional para que forme en sus propias agendas. Actualmente llegan también los emprendedores ambientales con significativos fondos externos que después de un año en la Amazonía ya hablan y se visten de campesino y muestran sus exitosos proyectos ambientales como si fueran fruto del esfuerzo y no de la financiación constante del lobby con patrocinadores nacionales o internacionales. Ese “si yo pude, usted también” cae como cachetada a todas las organizaciones, juntas, familias y proyectos campesinos que no pueden acceder a esos recursos y han fracasado en tantos intentos por constituirse como una alternativa de vida.
La estrategia del “proyecto” ambiental y de sustitución de coca crea falsas representaciones. El problema podría quedarse en que es una feria de vanidades pero el trasfondo es mucho más grave. Desde el gobierno de Santos y ahora con el de Gustavo Petro, esta selección a dedo de quién entra a las oficinas en Bogotá está causando enorme malestar en los escenarios sociales y políticos regionales. La pelea por “las masas” ha creado representaciones de papel, una toma de decisiones externa que no tiene en cuenta procesos de diálogo interno de la región, gente de partidos u organizaciones en Bogotá que se hace pasar por voceros del Putumayo, del Caquetá o demás departamentos, lo que provoca enormes desconfianzas locales que han desembocado en divisiones. Un coctel perfecto para imponer proyectos extractivos, agendas internacionales y atizar la guerra; como en La Macarena, todos terminan siendo enemigos de todos.
Organizaciones, gobierno y personalidades en Bogotá alimentan la perversidad de la táctica del dulce a la salida del colegio. No es el proceso social asambleario el que es recompensado y fortalecido sino que las dinámicas bogotanas y la cooperación reparte financiación, define agendas, patrocina talleres; la gente llega detrás del dulce esperando ver “qué pasa”. El gobierno de Gustavo Petro y las organizaciones sociales en Bogotá no detienen estas prácticas sino que las siguen promoviendo con el riesgo de que “las organizaciones de papel” sean quienes se conviertan en los interlocutores de realidades ficticias instrumentalizando a las JAC amazónicas o igual de peligroso que se conviertan en los actores de verificación del cese de hostilidades, lo cual convertiría a la paz total en una batalla campal. Este desastre en muchas áreas se ha evitado gracias al enorme esfuerzo de organizaciones sociales que no han caído en la guerra del señalamiento y han soportado estoicamente que sean otros los que se lleven los créditos. Aún falta trecho para desbogotanizar la paz total.