Por: Mauricio Jaramillo Jassir
La situación en Ecuador parece no tener salida, y con un agravante mayor: el asesinato de Fernando Villavicencio candidato de cara a las elecciones del próximo 20 de agosto, propicia la difusión de las ideas punitivas y militaristas para hacer frente al narcotráfico y a la criminalidad subsecuente. Nada mejor para quienes ven en Nayib Bukele un modelo que una coyuntura como la que actualmente vive el golpeado país andino.
Ecuador siempre fue un Estado pacífico, estable y sin grandes traumas en materia de orden público. Sus problemas estaban ligados no tanto a la seguridad, como a la inestabilidad que en la década de los noventa los medios catalogaron como crónica. Nueve presidentes en un número igual de años confirmaron la imposible ecuación para lograr la gobernabilidad. Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad y Lucio Gutiérrez cayeron abruptamente ante la imposibilidad de mantener coaliciones de gobierno con el legislativo. El bloqueo institucional ante la falta de acuerdo siempre se saldó con la salida de los mandatarios. Desde 1990, cuando los indígenas declararon un levantamiento y llenaron las calles para protestar contra la conmemoración del “descubrimiento” de América. Ecuador se caracterizó por ser ingobernable, pero al mismo tiempo como un país sin violencia. Buena parte de las movilizaciones apalancadas por sindicatos, movimientos indígenas (que derivaron en partidos), partidos y gente del común hastiada de la política ocurrió sin violencia.
Es más, Quito fue uno de los más enérgicos opositores a la implementación del Plan Colombia, pues presumía que terminaría exacerbando la guerra en su vecino en el norte con efectos nefastos sobre toda la región. Basta observar los planes de aspersión para erradicar cultivos en el suroccidente colombiano para entender hasta qué punto los ecuatorianos tenían razón. Ecuador siempre quiso estar al margen de la guerra en Colombia, pero en el último tiempo se vio involucrado en la dinámica del narcotráfico.
Asumiendo que el problema más grave era la inestabilidad, Rafael Correa llegó al poder con la idea de refundar el Estado, es decir, hacerlo viable a través de profundas reformas y aumentar los programas sociales. El resultado fue visible, una reducción de la pobreza de 11 puntos y una contracción histórica de la concentración de la riqueza (de 0,54 a 0,44 según el coeficiente de Gin), pero todo opacado por los asomos autoritarios producto del discurso de confrontación de Correa. En diciembre de 2015, la Asamblea Nacional tomó la decisión de aprobar la reelección indefinida del presidente, eso sí, solo aplicable a partir de 2021 para dejar en claro que no se estaba legislando a favor de una reelección inmediata e indefinida de Correa que, por ese entonces, ya pensaba en su salida. Hoy, el exmandatario exiliado en Europa reclama los activos conseguidos durante sus diez años de gobierno, haciendo énfasis en que entregó un país con una tasa de 4 homicidios por cien mil habitantes y hoy la misma sitúa en 28. No obstante, algunos apuntan a Correa como responsable del caos actual por la decisión de no renovar el permiso para la base militar estadounidense de Manta acordada en 1999 por Jamil Mahuad. Aunque esa base era clave para la interdicción, endilgar la responsabilidad de la crisis actual a esa decisión es pasar por alto buena parte de los factores recientes, en especial las nuevas dinámicas del narcotráfico y la disputa inclemente entre las bandas que operan en Ecuador por controlar la distribución.
¿En qué momento Ecuador se tornó en un país tan inseguro? Tres factores dan cuenta. En primer lugar, las nuevas lógicas del narcotráfico han venido buscando rutas para el envío de droga a Estados Unidos y Europa. Por su posición privilegiada, Ecuador es un territorio apetecible, por su condición geográfica que le permite acceso hacia el Pacífico. Aunque los principales productores de coca en la zona han sido Bolivia, Colombia y Perú, tanto Ecuador como Venezuela se han incrustado a la fuerza en el circuito de la droga como zonas de tránsito. Pero, en el último tiempo, pasó a convertirse en centro de distribución y consumo en especial en la provincia costera de Guayas cuya capital es Guayaquil, centro económico y financiero del país. Entre más consumo exista más disputas entre bandas por la distribución y eso fue básicamente lo que ocurrió. De esta forma, la confrontación entre Tiguerones, Lobos y Choneros se ha venido recrudeciendo con síntomas tan claros como la decena larga de masacres en cárceles de 2020, las peores en la historia del país (en algunas se dieron saldos que superaron el centenar de muertos).
Segundo, la policía y las fuerzas armadas ecuatorianas no cuentan con la experiencia, ni con los recursos para hacer frente a semejante amenaza. En Colombia las capacidades de la policía y hasta cierto punto de militares se fueron forjando tras las sangrientas décadas de los 80 y 90 en la época de los grandes carteles. Esa debilidad ecuatoriana producto de una historia de paz, hoy juega en contra de su capacidad de respuesta.
Y tercero, es innegable la responsabilidad de Guillermo Lasso y Lenín Moreno. La pésima gestión económica de Moreno durante la pandemia de Covid hizo de Ecuador uno de los más afectados en el mundo. Aún se recuerdan las imágenes de cadáveres agolpados en las calles de Guayaquil por la inocultable inoperancia de un gobierno que reaccionó desatinadamente, tanto en el plano nacional como en la ciudad. Lasso no pudo volver a los niveles de crecimiento y redistribución de las épocas de Correa y en 2022 se revivieron las grandes movilizaciones indígenas. Ya, en 2019 algo similar había sucedido con Moreno, como un campanazo de la indignación que tomaría cada vez más forma. Para contener la violencia, Lasso se dedicó a respuestas simplistas. Militarizó ciudades, decretó Estados de emergencia y flexibilizó el porte de armas de fuego y el uso de alternativas como el gas pimienta con rociador. Nada de eso tuvo un efecto significativo. Tampoco las salidas demagógicas como la adopción de la extradición hacia Estados Unidos para disuadir a los narcos, propuesta que se cayó en plebiscito. En el colmo de la evasión de responsabilidades, este año Lasso declaró “la muerte cruzada”, es decir la disolución de la Asamblea Nacional (Congreso) y del ejecutivo que deben ser reelegidos o alternados por el electorado. De forma insólita, ni siquiera se presentó como candidato a la elección cuando según el espíritu de la norma debía hacerlo.
Así, en medio de una elección para renovar la legitimidad del ejecutivo y del legislativo, Ecuador parece tocar fondo. El asesinato de Villavicencio, quien no tenía chances reales de llegar siquiera a la segunda vuelta, deja grandes interrogantes sobre motivos y efectos. Es la atmósfera ideal para los defensores del bukelismo y quienes sólo conciben la seguridad y el orden público a expensas de los derechos humanos. Tres interrogantes quedan hacia el futuro. ¿A quién afectará más esta coyuntura, a la izquierda correísta que buscaba revivir el proyecto de Estado de bienestar o al resto de candidatos a quienes la falta de experiencia puede pasar factura? ¿Cómo podrá gobernar quien gane la elección en semejante precariedad social y de seguridad? ¿Es imposible un equilibrio entre la inversión social y el orden público?