Mauricio Jaramillo Jassir
Profesor asociado de la Facultad de Estudios Internacionales, Políticos y Urbanos
@mauricio181212
Cuando se anunció la victoria de Gustavo Petro, varios se atrevieron a vaticinar una hecatombe. Incluso en el panel de opinión organizado por la Revista Semana se anunció que el dólar había alcanzado una cotización histórica, una información engañosa que ninguno de los analistas procuró siquiera matizar. Desde entonces, la apuesta de varios sectores ha sido la profecía autocumplida, dicho de otro modo, han apostado porque la economía se derrumbe y sea tal el colapso que quede clara la lección: Colombia no puede volver a votar a la izquierda.
La llegada de un gobierno que se ha reivindicado como progresista ha significado la confirmación de los peores temores de la derecha, pues en palabras de muchos de sus detractores, traduce un giro radical hacia la izquierda nunca visto en Colombia. A esto se suman los diagnósticos de que el país entraría en una crisis total por el despojo de garantías para la libertad de empresa, la economía de mercado y la inversión privada como extranjera. Se ha dicho, no pocas veces, que Colombia está en manos de un radical.
Es tal la inclinación natural hacia la derecha de la sociedad colombiana que cualquier asomo liberal-progresista se equipara con las versiones más ortodoxas del comunismo. Marx, Lenin o Mao se reirían de quienes ven en las reformas de Petro cambios radicales (al margen de que sean buenas o no). De la derecha es hasta cierto punto comprensible, pues vive de la presunción de que entre las diferentes izquierdas no hay matices. Sin embargo, sorprende la actitud de un centro que desde iniciado este gobierno, no ha dejado de decantarse a la derecha, con algunas excepciones, incluida una sorprendente transformación ideológica de quien es la alcaldesa de la capital. Extrañamente ese mismo centro se reivindica aún como progresista, pero sin reparos ha coqueteado peligrosamente con el punitivismo más radical e incluso, a ratos, ha dejado entrever tonos de xenofobia.
De cualquier proyecto progresista o de izquierda se espera que avance en dirección a aumentar la participación del Estado en la economía. Uno puede disentir de las reformas a la salud, educación, salud o pensiones, pero no puede pretender que un gobierno elegido con las banderas de la izquierda, no se la juegue por un papel más activo del Estado en el suministro de bienes, servicios o derechos que el mercado ha canalizado hacia unos pocos. ¿De verdad pensaban que un gobierno de izquierda no apostaría por mayor regulación laboral? ¿Confían tan ciegamente en el dogma neoliberal, que esperan que un gobierno ‘progre’ siga insistiendo en la flexibilización laboral como única fórmula generadora de empleo (indigno)? Cualquier plataforma de izquierda en el mundo en circunstancias como las colombianas (segundo país más desigual de América Latina, la zona de mayor concentración de ingreso en el mundo), apostaría por reformas redistributivas que, en ninguno de estos casos, se puede considerar como estatización. Aumentar la participación del Estado en una actividad o sector no implica su control absoluto estatal, este matiz ha sido largamente ignorado por una prensa que sigue hablando con códigos anacrónicos e inaplicables en Colombia.
Dice Katherine Miranda, elegida bajo eslóganes liberales progresistas, que está decepcionada y que el gobierno no es lo que prometió. Entonces uno se pregunta, si esperaban la continuación del dogma neoliberal de reducir el Estado a cualquier precio, mantener como consigna sagrada la confianza inversionista y negar las causas objetivas del conflicto ¿no sería más coherente candidatizarse por un movimiento de centro derecha? Los reparos a las reformas sociales son legítimos y la deliberación hace parte de la democracia. Pero evocar palabras como “resistencia”, “genocidio” (para referirse a la reforma a la salud) o hablar de ausencia de garantías, parece un recurso desesperado por evitar la discusión y enterrar cuanto antes cualquier chance de cambio. Parecen olvidar que el actual gobierno fue elegido bajo la consigna de cambio.
Como si fuera poco, quienes insisten en que Petro es un radical, ahora han optado por el saboteo del quórum para hundir las reformas. La práctica es legal, pero no deja de ser paradójico que sea aplicada a rajatabla por quienes ven en el radicalismo el peor mal de la política. Ser radical no es malo, pero ser incoherente en la democracia entorpece el control político y acaba gradualmente con la representación. La apuesta del centro es riesgosa y se sustenta en el ideal ambicioso de imponer candidaturas de cara a las próximas elecciones, es la máxima expresión de la divisa uribista, todo vale. Su apuesta por el colapso desnuda su mezquindad.