Por: Mauricio Jaramillo Jassir
Profesor asociado de la Facultad de Estudios Internacionales, Políticos y Urbanos
Disfruto leyendo a analistas o autores con quienes discrepo pues, se suele aprender del antagonismo. Esta semana me encontré con una columna de Cristina Carrizosa Calle publicada en El Espectador; bien escrita, seria y con un hilo conductor estructurado alrededor de dos ideas con las que me gustaría disentir: que la izquierda se ha radicalizado y por eso le ha ido mal y que el centro está en la mejor posición para capitalizar la actual coyuntura. Me parecen necesarias más columnas como las de Carrizosa en las que desacomplejadamente se hable de centro, izquierda y derecha en Colombia. No coincido en las apreciaciones de mi colega, pero creo acertada su definición del centro. Lejos de negar la dicotomía izquierda y derecha, Cristina las reconoce y parte de la idea de un centro que existe como una forma de reacomodación basada en la moderación en oposición a populismo y radicalización. Estas dos últimas han sido satanizadas en buena medida porque se desconoce su real dimensión y se suele confundir populismo con demagogia y radicalización con intransigencia. Aunque parezca cierto, lo anterior es incorrecto.
No me explayaré en explicaciones sobre la comprobada compatibilidad entre populismo y democracia, ni las tesis de Ernesto Laclau, Chantal Mouffe Margaret Canovan o Luciana Cadahia que, yendo más allá de esa compatibilidad, aseguran que dosis de populismo -entendido como una capacidad de movilización emancipatoria alrededor de reivindicaciones- son necesarias para la profundización de la democracia o en palabras de Mouffe y Adela Cortina para su radicalización. Dicho esto, me permito aclarar que la radicalidad no es sinónimo de intransigencia sino de profundización. Entiendo la engañosa sinonimia radical-intransigente y populismo-demagogia, sin embargo, debo aclarar que no existe. Si bien en el diccionario se equiparan las primeras, lo cierto es que se trata de conceptos que deben ser entendidos a la luz de las ideas políticas, no de la RAE o el Larousse cuyo uso enciclopédico es legítimo para fines pedagógicos básicos, pero no en la presente discusión. La radicalidad consiste en la introducción de cambios sin dilaciones. Puede haber radicalismo con consenso, su esencia consiste en plantear acciones de carácter inaplazable que no dan para largas o dispendiosas transiciones. A uno le puede gustar o no, pero el gobierno de Petro está lejos de ser radical y toda la columna vertebral de la agenda social (pensiones, salud, trabajo, servicios públicos y educación) está planteada como una transición, de ninguna manera un cambio drástico. Es más, esta larga negociación que ha dilatado su puesta en marcha, ha generado ansiedad en varios sectores que votaron por el cambio y ven cómo segmentos poderosos del establecimiento se niegan a debatir y siguen en la defensa testaruda de lugares comunes sin fundamento, incluida la prensa. No es que controviertan las propuestas del progresismo, se ha dicho de todas las formas posibles que su único propósito es sepultar la agenda social de quien consiguió el mayor número de votos en la historia de Colombia. Nadie dice que lo anterior suponga un cheque en blanco, pero con esa injustificada advertencia han desconocido el resultado de las urnas de 2022.
La demagogia es la manipulación retórica para convencer a cualquier precio, en especial a punta de falacias, mientras que el populismo es movilización con fines emancipatorios. Pueden coincidir, pero no se necesitan mutuamente. En varios medios hegemónicos no hay debate, solo guerra informativa descaradamente antiprogresista y demagoga. El episodio bochornoso de Luis Carlos Vélez no es grave únicamente porque ignore la definición de subsidio o pensión, o su incapacidad lo lleve a hacer pedagogía sobre la reforma pensional con un ejemplo clasista de una fiesta que funciona porque entren pocos, es decir, la elite. Solo le faltó decir que si entra mucha gente la vaina se perratea como dicen en Bogotá. Lo verdaderamente lamentable es que quedó en evidencia que el dueño del micrófono no lo presta, disentir es imposible y el papel del resto de la “mesa de trabajo” consiste en reafirmar lo que su jefe proyecta (¡incluido un exministro!). No hay diálogo, solo un eco en el que se impone un emisor y el resto de las voces cumplen con un humillante papel y la indigna tarea de hacernos pensar en diversidad. Falso, el mensaje surge de una persona, el resto asiente y punto.
No reseñare la intransigencia del centro que se ha mostrado como tecnócrata, eso sí, abusando de imprecisiones con el fin de crear pánico de cara a las reformas. Me limito a recordar que los más estudiosos decidieron esta semana tragarse la indigerible tesis de que habrá expropiación y estatización del sistema pensiones y de salud. El centro moderado y transigente debería recordarle a la gente que, según los libertarios, autores de la línea argumentativa expropiadora, cualquier impuesto supone robo. Que el centro abrace semejante retórica solo muestra el nivel de pobreza argumentativa y desespero por crecer electoralmente sobre los hombros de alianzas inconsistentes desde cualquier perspectiva ideológica.
La izquierda está llamada a la radicalización para recordar que obtuvo la mayor votación de la historia, una bancada representativa y capacidad de convocatoria en circunstancias desfavorables en todo sentido. Tiene menos recursos, el centro se ha derechizado y los medios hegemónicos empiezan a desempeñar el rol que corresponde a la oposición. Nos quieren hacer creer que, entre más animadversión hacia el progresismo, los medios son más ecuánimes, olvidan que la independencia no es solo respecto del gobierno de turno, sino del establecimiento. En las actuales circunstancias conviene una izquierda radical desacomplejada que avance en una agenda social atorada durante años de gobiernos neoliberales que jamás tuvieron contrapeso, pues la oposición no gozaba de garantías y se acostumbraron a controlarlo todo. Llegó la hora de romper ese antipático monopolio sustentado en la divisa marketinera de “construir sobre lo construido”. La frase tan en boga es una solapada defensa de un orden clasista y de la supuesta necesidad de negociar con los sectores antiderechos, reaccionarios y autoritarios, sobre el goce de garantías y conquistas reconocidas por la constitución.