Por: Mauricio Jaramillo Jassir
Profesor de la Universidad del Rosario
@mauricio181212
A todos los que nos hemos expresado contra el levantamiento de restricciones al porte de armas nos hacen la misma pregunta “Si usted es víctima de violencia por hurto ¿opinaría lo mismo?” Respondo a quien comprensiblemente me (o nos) cuestiona ¿Qué haría usted, partidario de ese porte, si pierde a un ser querido en un tiroteo en un colegio, cine, universidad o restaurante? ¿estaría aún de acuerdo con “democratizar” el acceso a las armas?
Lo anterior deja en evidencia que cuando hablamos de legítima defensa solemos contar la mitad de la historia y pasamos por alto los riesgos que un acceso masivo a armas de fuego entraña, así como los fracasos de sociedades que han apostado por esta salida reduccionista, en particular el caso de Estados Unidos. Pese a ser la primera economía del mundo ha sido incapaz de traducir esa prosperidad económica en un bienestar real igualitario. En 2023, el país más poderoso del mundo registró 650 tiroteos, es decir casi dos balaceras al día como reportó el Gun Violencia Archive. El año más violento desde 2009. Entre más armas circulan, más chances de que estas tragedias se repitan.
En estos tiempos en los que en Bogotá han sucedido atracos en restaurantes y balaceras con una frecuencia inusitada, políticos de la derecha pescan en río revuelto, una vez más, para promover la idea de la legítima defensa entendida exclusivamente en el derecho a portar un arma de fuego. No hay sociedad que haya alcanzado la seguridad en una democracia liberal a punta de armar a su población o instituyendo la pena de muerte. No es cierto que Suiza haya alcanzado sus niveles de seguridad de esa manera. Esta falsa creencia se debe a que es el país de Europa con más armas per cápita. No obstante, existen severos controles sobre quienes pueden acceder a esto. Hoy menos del 10% de la población tiene acceso y con el paso del tiempo, el gobierno ha buscado que haya cada vez menos circulación de armas, un objetivo que se ha logrado y solamente policías y militares retirados pueden conservan pistolas y fusiles de asalto. De ninguna manera se trata de un caso equiparable al de Estados Unidos donde existe un culto a las armas en algunos sectores que ha derivado en tragedias inenarrables.
La flexibilización para el porte de armas implica más cargas para la policía que deberá no sólo atender los múltiples fenómenos actuales que han rebasado sus capacidades, sino también las riñas agravadas. Esta es la lógica de quienes se pronuncian por la prohibición draconiana del consumo de drogas en parques para que esta competencia recaiga en la policía. Todo problema de abuso, convivencia o inseguridad se delega exclusivamente en el control policivo. Este prejuicio parte de una presunción tan desoladora como inhumana: la vida de los policías vale menos, que sean ellos los que la arriesguen mientras el resto de la sociedad se desentiende de su responsabilidad y de las salidas estructurales (sociales) a los problemas. Basta asomarse a la cifra de muertos en la pasada celebración de la “noche de las velitas”: 38 asesinatos y 4756 riñas reportadas. Aun así, hubo una disminución respecto del año anterior. En una sociedad armada el panorama sería no sólo trágico como el actual, sino catastrófico por un estado de guerra total entre ciudadanos.
Tal vez el argumento de mayor peso, pero poco mencionado, tiene que ver con nuestra historia reciente y uno de los fenómenos más violentos, dramáticos y traumáticos: el paramilitarismo. Parte de la delirante justificación de los graves vejámenes cometidos en las décadas de los 80, 90 y comienzos de 2000 pasó precisamente por una acomodada idea de la legítima defensa cuyos resultados conocemos amargamente: apoyo al exterminio de la Unión Patriótica, magnicidios, masacres, torturas, desapariciones y como pocas veces en la historia, se hizo popular entre algunos de los segmentos más clasistas la tesis horrenda de la dizque “limpieza social”. El porte de armas que hoy proponen políticos desesperados por votos, revela una estrategia no sólo simplista sin bases, diagnósticos o datos fiables, sino una apuesta por glorificar la violencia en un país que no se cansa de fantasear con la guerra.